Mi nacimiento fue libre, sólo recuerdo cómo mi madre me cubría y junto con mis hermanos, nos abrazábamos entre el calor del pasto, ahí, a un lado de la milpa, que dejaba ver las cañas cortadas después de la cosecha.
En aquellos tiempos, el agua caía del cielo constantemente, ya después supe que se trataba de lluvia. Una gran parte del día nos manteníamos acurrucados todos, pues nos alimentaba mi madre.
Éramos cuatro y después de ser alimentados por mi madre nos salíamos a divertir, siempre a los ojos de quien nos cuidaba todo el tiempo.
Todavía recuerdo esas tardes de sol, después de la lluvia. Jugar era nuestro mejor pasatiempo. Todo era felicidad en mis hermanos y yo.
Recuerdo esos brincos con mi hermana, la más pequeña dejaba que se lanzara sobre mí y me resbalaba entre el pasto. Le gustaba mucho y la hacía reír junto con mi madre.
El último día que estuve con ellos, con mi familia, mi madre tardó en llegar. Una vez que se recostó a descansar mis hermanos y yo corrimos a abrazarla. La acariciamos con algunos besos y nos alimentamos de ella por un buen rato.
El cansancio derrotó a mi madre esa tarde y para dejarla descansar a gusto, salimos como de costumbre a jugar. Esa fue la última vez que vi el rostro de mi mamá.
Unos sonidos extraños nos llamaron la atención y rebasamos la frontera. Cruzamos unos magueyes y mi hermanita se rodó y cayó. Todos fuimos al rescate y cuando estábamos dispuestos a regresar con nuestra madre, una niña sorprendida nos miró.
Acompañada de su familia dijo:
-¡Mira que lindos perritos!, exclamó al momento de acercarse hacia nosotros
Primero tomó a mi hermanita, lo que me obligó a lanzarle unos ladridos de enojo. No quería que se la llevarán. Sin embargo, eso solo llamó la atención de la niña que me tomó entre sus manos y me acarició.
Sólo con mi madre sentí ese cariño.
Me recosté entre sus manos y no pude resistirme.
-Mamá, mamá déjame llevarme este perrito a la casa, ¡por favor!, decía la niña
-No, para que lo quieres. Además ya tenemos uno, refunfuñó su padre
La niña no me soltó y poco a poco me iba alejando de mis hermanos, de mi hogar y de mi madre. La niña me envolvió entre sus manos. Desde ese día ya no volví a ver más a mi madre ni a mis hermanos.
Después de un largo camino finalmente llegamos a casa. Esas manos cariñosas no me soltaban. Me quedó claro que no iba a ver jamás a mi familia, pero era afortunado pues había llegado a un sitio donde me iban a querer mucho.
-Y te trajiste a ese perro, dijo un poco enojado el padre de mi nueva madre
-Lo voy a cuidar papá, respondió la niña al tiempo que me dijo casi en el oído, te llamarás Joel.
A partir de este momento todo fue alegría, jugaba con mi nueva madre y me alimentaba. Ellos me daban de lo que comían y yo era feliz. Dormía con ella en su propia cama y jugaba mucho conmigo.
Pero algo pasó, no se si el morder una prenda los hizo enojar mucho, pero en una tarde mi madre me sacó de la casa y tuve que dormir en la puerta.
Poco a poco me dejo de querer, ya no jugaba e inclusive el alimento era cada vez más escaso.
Pero eso no fue todo. Un día llegó el papá de mi madre y al caer la noche me amarró. Me ató a una cadena y desde entonces ya no puedo moverme.
Sólo puedo ver las paredes de cemento y mi cadena que tengo en el cuello me mantiene prisionero. No puedo siquiera ir y abrazar a mi madre.
Sólo en ocasiones me llevan de comer, pero no me sueltan. Mis ladridos son en vano. ¿Qué hice mal?, ¿Porqué me amarraron?, ¿Por qué no puedo hacer lo que hacen otros perros?. Quizás si fue eso: rasgar esa ropa. Jamás lo volvería hacer.
Joel lleva años atado a una cadena y todavía se sigue preguntando el delito que cometió para estar amarrado.
Como Joel hay miles de perros que se encuentran purgando una condena y a pesar de que el maltrato animal está considerado como un delito, muchos hogares cuentan con una celda, donde animales como Joel, tiene atada su libertad.
